Dejar los sueños atrás parece una costumbre humana, tal vez es antropológica; ocurre cada día con cada niño que crece, a quien otros más grandes, le dicen que los sueños, sueños son; que el mundo no es rosa, ni mágico y que un día deberá decidir a que dedicarse para el resto de su vida, sin más opción que seguir ese camino: una línea recta, en donde de un lado hay blanco y del otro hay negro, “eso es crecer” le repiten hasta que el niño se lo cree.
También ocurre con aquellos que sin crecer, y sin nadie quien les diga que hacer, toman en sus manos la responsabilidad de sobrevivir en este mundo, de buscar el alimento que llevarán a su boca y muchas veces a la de su familia, sin otra opción que elegir.
Un día cada niño deja atrás su mundo imaginario, aquel que le lleva lejos y le permite aprender lo bueno y extraordinario de la vida, para encontrarse con las expectativas que tienen otros sobre lo que ellos serán capaces de hacer: la presión familiar y social. Personas que aseguran que tener una posición es más importante que hacer bien aquello que más nos gusta, sin saber que la primera será consecuencia de la segunda.
Tener una vida simple parece imposible en estos días, las “cosas” deseables sustituyen aquello que necesitamos o incluso aquello que queremos, y además parecen un buen sustituto, o una buena compañía. Pero las cosas “deseables” nos cuestan, por lo general, más de lo que tenemos. Requieren de tiempo, hacer un gasto (para algunos sería una inversión) y también de alejarnos de quienes están cerca por, irónicamente, tratar de acércanos a quienes están lejos. Pero así es la vida hoy, o eso nos dicen, y sino estamos dentro de la vorágine que implica parece no haber lugar para nosotros.
Entonces el dejar los sueños atrás también ocurre con cada persona adulta, el golpe es menos duro que para un niño - o eso creemos- porque después de la primera vez, este acto de abandono sencillamente sigue ocurriendo; y aquello que parece impuesto por la sociedad en un principio, toma el lugar de un pensamiento legítimo e inherente a nosotros. Nos acostumbramos a ir dejando atrás cada cosa que nos hace ver el mundo con otra perspectiva porque dejamos de comunicarnos: no escuchamos, ni nos expresamos. También dejamos de creer en aquello que no vemos, o no entendemos.
Sin embargo y muy a pesar de nosotros mismos la estela de ese niño fugaz se queda. Los sueños perdidos aparecen como estrellas en una noche despejada; crecer no es un acto de olvido, es un conjunto de heridas sanadas con las que andamos el camino para realizar nuestros sueños. Crecer implica madurar esos sueños para concretarlos desde una nueva perspectiva, que solo el tiempo y la experiencia dan y le permiten a un niño, convertirse en un adulto fuerte pero sensible.
Perder los sueños…, sí, ocurre. Pero el poder encontrarlos también.
También ocurre con aquellos que sin crecer, y sin nadie quien les diga que hacer, toman en sus manos la responsabilidad de sobrevivir en este mundo, de buscar el alimento que llevarán a su boca y muchas veces a la de su familia, sin otra opción que elegir.
Un día cada niño deja atrás su mundo imaginario, aquel que le lleva lejos y le permite aprender lo bueno y extraordinario de la vida, para encontrarse con las expectativas que tienen otros sobre lo que ellos serán capaces de hacer: la presión familiar y social. Personas que aseguran que tener una posición es más importante que hacer bien aquello que más nos gusta, sin saber que la primera será consecuencia de la segunda.
Tener una vida simple parece imposible en estos días, las “cosas” deseables sustituyen aquello que necesitamos o incluso aquello que queremos, y además parecen un buen sustituto, o una buena compañía. Pero las cosas “deseables” nos cuestan, por lo general, más de lo que tenemos. Requieren de tiempo, hacer un gasto (para algunos sería una inversión) y también de alejarnos de quienes están cerca por, irónicamente, tratar de acércanos a quienes están lejos. Pero así es la vida hoy, o eso nos dicen, y sino estamos dentro de la vorágine que implica parece no haber lugar para nosotros.
Entonces el dejar los sueños atrás también ocurre con cada persona adulta, el golpe es menos duro que para un niño - o eso creemos- porque después de la primera vez, este acto de abandono sencillamente sigue ocurriendo; y aquello que parece impuesto por la sociedad en un principio, toma el lugar de un pensamiento legítimo e inherente a nosotros. Nos acostumbramos a ir dejando atrás cada cosa que nos hace ver el mundo con otra perspectiva porque dejamos de comunicarnos: no escuchamos, ni nos expresamos. También dejamos de creer en aquello que no vemos, o no entendemos.
Sin embargo y muy a pesar de nosotros mismos la estela de ese niño fugaz se queda. Los sueños perdidos aparecen como estrellas en una noche despejada; crecer no es un acto de olvido, es un conjunto de heridas sanadas con las que andamos el camino para realizar nuestros sueños. Crecer implica madurar esos sueños para concretarlos desde una nueva perspectiva, que solo el tiempo y la experiencia dan y le permiten a un niño, convertirse en un adulto fuerte pero sensible.
Perder los sueños…, sí, ocurre. Pero el poder encontrarlos también.
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